viernes, 26 de diciembre de 2008

Metaphysica



En el principio de la literatura está el mito,
y así mismo, en el fin”.
Jorge Luis Borges


Supo que tenía que rastrearlo, así que se dirigió al único lugar en el que podría encontrar los indicios, o tal vez el único lugar en el que su mente pensó, al final no era tan sagaz como creía serlo.

Abrió la puerta, sigiloso se dirigió hacia la luz, la encendió. Entonces los miles de libros se iluminaron ante él, letras en combinaciones ideales formando palabras que, según dicen algunas doctrinas, pueden matar a la cosa, pero hay quienes afirman que decir eso es ignorar que también la crean.

No regresaba a su biblioteca quizá desde hace años, desde que se sintió con el ímpetu de salir y vivir. No supo por donde comenzar, por un momento vaciló al dirigirse al primer anaquel, pero rectificó, se dio cuenta que no tenía la fuerza de aquél autodidacta contado por Sartre como para comenzar por la A.

Mientras caminaba entre los largos pasillos, la rabia lo invadió, porque al final sintió que había perdido, que había vivido tras un sueño enteramente humano mientras dejó ahí, entre obscuridad, a quienes lo acompañaron por tanto tiempo.

Así, paseó entre unos y otros pasillos, reconociendo viejas pastas que tanto amó, ediciones preciadas, publicaciones invaluables tanto para el conocedor como para el coleccionista. El olor que despedían las hojas viejas se incrementaba para él entre más tiempo permanecía allí. Caminó hasta que recordó el apartado y se detuvo ante él, un antiguo rótulo con la letra F estaba encima de su cabeza, supo que era ahí donde podría encontrar el inicio de aquella desventura. Así, igualmente titubeante, sacó su pequeña lámpara de bolsillo con que solía iluminar los lomos de los libros para volverlos un poco más legibles para su vista desde hace años ya cansada. Al intentar encenderla, ésta no lo hizo, recordó con dejo de desprecio la supresión de la vida incluso en las baterías, no las había cambiado desde meses antes de su última visita. Arrojó la lámpara al suelo y simplemente abalanzó los ojos hacia cada lomo, en cada uno se detenía e intentaba hacer memoria, ese apartado en especial nunca había sido de su total agrado, -¡Filosofía! ¡bah! ¡la verdadera filosofía está en la literatura universal!- siempre se dijo y con esta excusa se alejaba de aquél lugar.

Había más de ocho centenares de libros, sabía que podía dirigirse directamente a los griegos, los eternos griegos que formaron una tradición que hoy empaña su vida. Sin embargo, prefirió operar de manera inversa, comenzando por los libros de los filósofos más recientes, así quizá aprehendería la razón actual, La Razón. Pronto se dio cuenta el descuido enorme que tenía ese lugar (acaso su mente), pero intentando ignorar todo aquello comenzó su ardua lectura. Pasó días enteros recluido exclusivamente en su tarea, desde que construyó la biblioteca había decidido que no hubiera reloj ni ventanas, una vez que se entraba ahí se perdía toda noción de tiempo, el que entrara y quisiera permanecer por un largo período se tendría que fiar de su reloj biológico para saber si se vivía de noche o de día. Así pasó jornadas cíclicas, tal vez decenas volcado encima de esos libros que intentaba hacer hablar.

Había comenzado por las visiones del siglo XX, pronto desechó sus posturas, era iluso ese desplante de filosofía que argüía que las proposiciones metafísicas no pueden ser ni verdaderas ni falsas, pues carecen de sentido ya que son solamente lenguaje. Pronto recordó a Einstein, quien alguna vez dijo que el miedo a la metafísica es una enfermedad de la filosofía empírica, él no se sentía enfermo de ello, por lo que continuó su búsqueda.

Así, también se topó con el existencialismo, esa corriente que dice que el saber metafísico solamente sirve para el conocimiento del saber de la realidad radical, pero no podía entenderlo desde ahí, puesto que no puede ser posible que tan sólo haya existencia material, no era ese su pesar. Tampoco Dilthey y su tendencia a transformar la metafísica en una concepción del mundo, su vivencia no era posible reducirla a la materialidad de la realidad o a la simple concepción del mundo.

Leyó tantas hojas que en su mente se entretejió una red de confusión aún mayor, se traslapaban de pronto las ideas, veía a Kant enfrentando a la metafísica al tribunal de la crítica de la cuál nada escapa y a Comte proponiendo que la metafísica es una manera de conocer propia de la humanidad. No es lo único -se dijo- se está negando el problema, eso es todo.

Llegó también a los escolásticos, para quienes la metafísica (metaphysica) es el ente real es toda su extensión por lo que no incluyen a los entes de la razón a causa de su carencia de entidad y de realidad. Al paso de lo días intuía que se acercaba al final, estaba cerca, pero aún no podía conciliar su sentir, su razón, su corporeidad (eso que intentó afuera). Si como afirman los escolásticos no hay entes de razón, entonces era imposible el estudio de eso que lo hacía propio, que lo empujaba a esa búsqueda, era una vez más negar la razón a favor de una realidad de entes inimaginarios, burdos, absurdos.

Santo Tomás lo llevó inevitablemente a dónde creyó no necesitar llegar, se remitió a Aristóteles, pues los dos entendieron a la metafísica como el estudio del ente en cuanto ente real, la ciencia del ser en cuanto ser. Así se despertaba cada vez más su furor, parecía encontrar al biempensante que pudo ser el culpable de todo.

Releyó, en un viejo libro, que fue Andrónico de Rodas en el siglo I quien hizo una clasificación de las obras de Aristóteles. Andrónico colocó a los libros que tratan de la “filosofía primera” al lado de los libros de Física, denominados “filosofía segunda”, llamando así a los primeros Metafísica (μετὰ [τὰ] φυσικά, después de los [libros] físicos), ello lo hizo sin sospechar que lo que al parecer era una mera clasificación, con el tiempo designaría toda una parte de la filosofía.

Al recordar esa vieja anécdota, vituperó contra Andrónico de Rodas, ligó su odio de la metafísica (palabra de diez letras que lo había venido a destruir) contra el filósofo griego. Después de maldecirlo algunas veces se detuvo, reflexionó; tan sólo es la palabra, el significante metafísica, él no era a quién buscaba, no podía serlo, era Aristóteles quien llevaba a cabo la propuesta metafísica, la separación del ser con la materialidad, la separación para poder estudiar al ente y no al objeto, si era posible conocer al ser, entonces la física era innecesaria. Apenas lo había pensado e inevitablemente volteó hacia los Diálogos, libro canónico, en sus páginas estaban contenidos los gérmenes de Aristóteles, por lo que fue Platón ¿o Sócrates?

Su mente divagaba nombres de filósofos presocráticos, comenzaron a llegar hasta él las doctrinas de Parménides, Tales, Demócrito, Pitágoras, Eráclito, Anaximandro, Empédocles… todos se fundían en una revolución de pensamientos, no podía asirlo, el origen de la metafísica no lo encontraba, en todos estaba presente, se dio cuenta que no importaba la palabra ni la propuesta, en todo había metafísica.

Su intento por encontrar a quien ingenuamente sobrepuso lo inmaterial a lo material, quien propuso la superioridad de las ideas, del ser, del ente, del conocimiento, la sobrevaloración de lo que hay más allá… su intento fracasó.

Yació ahí, entre hojas y pensamientos, con coraje, sin poder encontrar el inicio ni tampoco la solución, decepcionado pensó que desde la existencia del primer hombre hubo metafísica, aunque este no la conociera la hacía, asignarle este nombre a esa labor, en retrospectiva, es un mero ejercicio discursivo que no le resta autenticidad.

Igualmente decepcionado supo que no podría entenderlo nunca, que el sueño humano que persiguió, el de unir tres elementos en una misma reciprocidad, no debió haber sido una pérdida, no pudo haber sido una pérdida… no lo fue.


a mi amiga Lileana Rodríguez


J.V.R.

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