martes, 13 de mayo de 2008

Gramática y discriminación
en la perspectiva de género[1]



por José Vieyra Rodríguez



Inequidad: el género gramatical como culpable

Considero que existe un problema teórico dentro de la perspectiva de género, por mi parte, intentaré señalar algunos defectos o posibles errores, especialmente con la teoría relacionada a la equidad de género en el lenguaje.

Esta visión apunta a decir que el uso del lenguaje común evidencia un “machismo” lingüístico al excluir a las mujeres del discurso. Se pone en entredicho el hecho que para generalizar se utilice el género gramatical masculino, dando por sentado que ahí van incluidas las mujeres. De hecho se le nombra a este uso del lenguaje como “lenguaje sexista”. Esto los lleva a postular cambios léxicos y sintácticos para otorgar así a las mujeres el lugar que, dicen, les fue arrebatado, o peor aún, nunca otorgado.

Hasta aquí parecen tener las mejores intenciones (“De buenas intenciones está empedrado el camino al infierno” cuenta un dicho popular). Es así como promueven el uso de nuevas palabras (jueza, feminicidio), además de la redundancia lingüística como “las mexicanas y los mexicanos”. Ahora bien, intentaré mostrar como esta visión tiene, quizá, las mejores intenciones pero pocas bases sólidas para sostenerse.

Para comenzar señalaré que el primer error que cometen es pasar por alto que no se puede equiparar el género gramatical al sexo biológico.

Por un lado es conveniente apuntar que el idioma español sólo tiene dos géneros gramaticales (a diferencia de otros idiomas como el inglés que llega a tener cuatro: masculino, femenino, neutro y común). Es decir, el español sólo distingue género gramatical masculino y femenino, por lo cual es imposible en primera instancia buscar un género neutro (como se intenta con el uso de la arroba, por ejemplo “l@s mexican@s”, sin ánimo de profundizar podríamos señalar que la arroba en español no tiene fonema, por lo que no puede incorporarse al español, pues es una letra que en última instancia sólo disimularía el problema pues sólo podría utilizarse en forma escrita pero no hablarla, ni siquiera leerla. Además que es susceptible de ser utilizada únicamente en plural, pues es imposible decir “el mexican@”).

Nos encontramos, pues, con que las palabras siempre tendrán género, ya sea masculino o femenino. Ahora bien, como lo mencioné, el género gramatical no es equiparable a sexo biológico, es decir, el hecho de que un sustantivo tenga género gramatical masculino no significa necesariamente que sea de sexo masculino y viceversa. Por ejemplo, tenemos a perro y perra, gato y gata, pero no a tortuga y tortugo o jirafa y jirafo (así como no tenemos artista y artisto o cantante y cantanta). Esto significa que el uso del género gramatical no es concordante necesariamente con el sexo anatómico de quien denomina, es a esto a lo que los lingüistas lo llaman accidental. Es decir, es una convención social que llega a implantarse de tal manera, no necesariamente hay algo que los señale correlativamente.

En cuanto a la equiparación al sexo biológico, creo que con lo anterior se demuestra el error sustancial. Hasta aquí parece no haber problema, sin embargo lo cierto es que no se busca un cambio lingüístico en todo el idioma, sino en aquellas palabras que hacen referencia directa a funciones de poder y que tienen género gramatical masculino. Esto nos lleva al siguiente argumento: género gramatical no es equiparable a género de las ciencias sociales.

La palabra género (gender, en inglés) tal como la entendemos actualmente dentro de las ciencias sociales, se introdujo principalmente en Estados Unidos hace más de dos décadas. Esta palabra se utiliza para denominar a los roles sociales del hombre y la mujer en cierto tiempo y espacio, es decir, en una cultura en un momento histórico.

Esto nos muestra que para las ciencias sociales, género hace referencia a las convenciones sociales con respecto al sexo anatómico de una persona. Por lo tanto, no es posible estirar el término a equipararlo a género gramatical. Si es cierto lo anterior es imposible entonces hacer una correlación directa entre ambos conceptos de género. Sin embargo se hace, erróneamente.

Es así como se piensa que al decir “la presidenta” en vez de “la presidente” es un justificado cambio[2], pues el género gramatical del sustantivo denomina el sexo anatómico de quien nombra (argumento que ya vimos es mentira), además que es importante resaltar el hecho de que es mujer quien ejerce el cargo, es decir, el rol social de presidir poniendo énfasis en que lo hace una mujer. Entonces nos encontramos con un doble error, se equipara género gramatical a sexo biológico y a género de las ciencias sociales, siendo realmente tres registros diferentes.

Una vez aclarado el hecho que son realmente tres instancias diferentes, podemos entonces argumentar que no siempre es necesario el cambio de género gramatical en el sustantivo para hacerlo directamente correlativo al sexo biológico. Por lo tanto la imperante búsqueda de palabras en masculino y transformarlas en femenino no es más que una desesperación superficial por una equidad en los roles sociales de nuestra cultura. Además que es pertinente señalar el hecho de que sólo se busca el cambio en ciertas palabras que denotan una posición de poder (jueza, presidenta) pero se excluyen o simplemente pasan desapercibidas aquellas palabras que igualmente muestran un género gramatical masculino pero dominan un oficio sin tanto valor social (estudiante, ayudante), a estas no se les impone el cambio, es más, siquiera se les piensa como posibles.

Regresando entonces al planteamiento inicial, nos damos cuenta que se confunden incesantemente estos tres registros, pues al denominar “lenguaje sexista” al lenguaje usado comúnmente, en primer lugar se piensa que el lenguaje tiene sexo (gran error, en el lenguaje hay género gramatical) y que el uso de éste hace referencia directa a una convención social sexual (algo que también es mentira).

El problema mayor es que la solución que se plantea es una polarización extrema del género gramatical. Es decir, si en el lenguaje sólo hay género masculino y femenino, no es posible utilizar un lenguaje “no sexista” pues el lenguaje es “sexista” per se, por la falta del género neutro siempre se utilizará un género, la única solución posible para remarcar el lugar de la mujer es ser doblemente “sexista”. Esto ya se había vislumbrado al mencionar el uso de la arroba como signo supuestamente neutral, pero al no poder pronunciarse lo que se hace es introducir en un solo término a dos géneros para después al leerlo separarlo. Nos damos cuenta que lo que se consigue es descomponer la letra para dos posibles lecturas, es decir, seleccionar excluyendo, definición textual que da la Real Academia de la Lengua Española a discriminación.

Lo anterior apunta a decir que la solución que plantea la equidad lingüística es diferenciar siempre a hombres y mujeres en las palabras. Esto es distinguir y excluir: discriminar.

Discriminar: una acción permitida en la perspectiva de género

Es así como llegamos al siguiente punto, la discriminación se ejerce abiertamente pero aparentemente con buenos fines. Discriminación proviene del latín discriminare que etimológicamente significa discernir, a su vez discernir se define como distinguir algo de otra cosa, señalando la diferencia que hay entre ellas.

Paul Verhaeghe escribe al respecto de la equidad del género en el lenguaje “tal estilo desemboca irremediablemente en un racismo invertido o en una espiral superyoica típicamente obsesiva”[3]. Comencemos, pues, a advertir los alcances que puede tener esta medida, dejemos por un momento de lado las objeciones normativas del lenguaje para prestar oídos y ojos a las repercusiones sociales que pueden suscitarse con estas medidas de diferenciación sexual.

La perspectiva de género, decía, plantea hacer remarcar las diferencias sociales que existen por el hecho de ser hombre o mujer. Esto los lleva a evidenciar todo acto en dos categorías principales, acto típico de hombre y acto típico de mujer. Así es como se comienza a generar un concepto totalizador de hombre y mujer, es decir, nos dicta cómo es un hombre en nuestra sociedad y cómo es una mujer en la misma. Sin embargo, al universalizar conceptos nos encontramos con un problema, ya no hay lugar para las excepciones, no hay cabida para aquellos hombres “no machistas”, es decir, el hecho de haber nacido hombre te adjudica la categoría de machista y aun cuando no lo seas incluso la misma sociedad bien pensante te devuelve a ese lugar. Un ejemplo bastante cercano es el llamado “Detector de machistas” del grupo Forkados. Este dispositivo es un marco de puerta con una sirena y una alarma encima del mismo, supuestamente al pasar por debajo de él si eres machista se activará la alarma, cabe señalar que esta alarma es controlada manualmente, pero lo mejor de todo es el hecho que quien la activa siempre lo hace cuando pasa un hombre por debajo de la puerta. Lo primera reacción que causa es gracia, pues con todos los hombres suena, pero preguntémonos un momento ¿realmente todos los hombres son machistas? La respuesta desde esta perspectiva es que sí. Es decir, no hay lugar para la diferencia, se es hombre, se es machista.

Otro ejemplo de esto se esta dando precisamente en el Distrito Federal, ahí hace apenas unos meses se inició el Programa Atenea, el cual creó autobuses de transporte público exclusivos para brindar el servicio solamente a mujeres[4]. Esta iniciativa supone que separando a las mujeres de los hombres, evitarán los acosos y abusos por parte de éstos hacia las mujeres, pues constantemente se ven agredidas por hombres que faltan al respeto, insultándolas, degradándolas o como se diría comúnmente: pasándose de la raya.

Tener transporte exclusivo para mujeres (cual sanitarios rodantes) nos invita a pensar en que ahora más que nunca se remarcan las diferencias entre hombres y mujeres, y no sólo eso, nos impone una manera de pensar y actuar, ¿acaso ahora necesitamos de estas imposiciones para evitar perder la identidad sexual? Estas acciones sólo nos vienen a decir nuestro lugar en la sociedad, crea exactamente el mismo problema que el machismo más radical. Así es como los anuncios de Tecate no son más que el otro lado de la misma moneda, ya que ambos nos muestran nuestro lugar dependiendo del sexo anatómico que poseamos. Por un lado, el Programa Atenea nos enseña nuestro lugar como hombres y como mujeres, así es como las mujeres son catalogadas como víctimas de los hombres y se pierde ya la posibilidad de pensar en otro tipo de mujer y hombre, ambos son absorbidos por sus respectivos roles universales y el hombre es acosador mientras la mujer víctima. Pasa lo mismo que con el “Detector de machistas”, el hombre por el simple hecho de serlo es machista siempre. La mujer solamente por serlo, es víctima.

Y es que ¿acaso el Programa Atenea no es un claro ejemplo de la discriminación más radical que podemos ver en nuestros días? Nos muestra como la discriminación se ejerce en la actualidad y más libremente que antes, ahora incluso se dedica un espacio en la televisión para informar de este logro por (y para) las mujeres. ¿Qué se diría si se impidiera subir a los morenos y chaparros en un camión por demostrar que la mayoría que comparten estas características roban en los autobuses? ¿Sería posible ejercer la discriminación de igual manera o es que acaso hoy la perspectiva de género se acepta sin siquiera cuestionarse?

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[1]Conferencia dictada dentro de la “Primer semana de la equidad; el lenguaje da un lugar” en la Facultad de Psicología de la UANL en Monterrey, México el 14 de abril de 2008.
[2]Sin mencionar que es una palabra formada por participio activo (terminación “ente”) por lo que no es susceptible de cambiar de género gramatical, por ejemplo amante, ayudante, gerente, intendente
[3]P. Verhaeghe. En amor en los tiempos de la soledad. Tres ensayos sobre el deseo y la pulsión. p.p. 16
[4]Al menos es la propuesta principal, pues se brindará también el servicio a varones con niños y a mujeres con sus hijos que estén estudiando como máximo secundaria.

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