jueves, 25 de junio de 2009

Pónganme un teclado.
Ricardo Rodríguez

Saber qué decir. Siempre ha sido una de mis habilidades innatas, vamos, que todos tenemos una. No quedarme callado, contestar siempre al final: un insulto ácido al protagonista de un concierto, una mentada de madre al árbitro en el medio tiempo (o antes del partido, según la necesidad), un “me gustas”, una estrofa de una canción cambiada al vuelo para que dijera lo que yo quería. Aunque a veces las palabras no alcanzaban para describir una emoción, hacía lo mejor que podía. Eso fue toda mi vida, eso fue completa mi vida, hasta ayer…

Era posiblemente la media mañana, sentado frente a mi computadora, trabajando, leyendo, pensando y trabajando un tanto de nuevo. Lo que leía tenía que ver directamente con mi trabajo, mi meta de la mañana era un pedacito de código que me andaba faltando (no voy a entrar en detalles sin importancia). De pronto, como si un peso hubiera caído en mi cabeza, las palabras se volvieron duras, durísimas, cómo si estuviera viendo textos en idiomas ancestrales. Jamás, jamás, en toda la vida de mi madre, me había costado tanto leer una palabra, jamás, desde que aprendí las vocales, una sola palabra me había dado tantas vueltas en la cabeza: La imaginaba, le buscaba sentido, reacomodaba sus letras, la reordenaba con otras palabras en mi cabeza, cuando ocurrió la verdadera tragedia. No tenía ninguna palabra en mi cabeza. Habían volado, a un dominio que escapaba de mi realidad, a un sitio a donde las podía ver, pero no las podía usar. Como tener un billete de quinientos morlacos y no poder gastarlos en lo que más te hiciera falta en ese momento. A mi la palabra que me hubiera gustado gastar en ese momento era “Auxilio”.

La noche mental me había llegado de un momento a otro y sin previo aviso se había llevado todas mis palabras, la muy puta solamente me dejó sílabas que se le cayeron mientras huía con todas mis palabras, un frío de perros me abrazó, y yo pienso que me abracé también a él, como si fuera lo único que me quedaba. Durante unos minutos así fue, estaba rodeado de gente que me hablaba, a quien yo entendía, pero a quienes no encontraba una manera, aunque fuera cavernícola de decirles algo, de pronto pensé en la música:



Yo -¿Y si ya nunca puedo tocar o cantar nada?

Alguien -¿Estás bien?

Yo -Puta madre, ni una pinche operita, ni un disquito, y para peor no he acabado el trabajo…

Alguien -Te vamos a tomar la presión

Otro -Llamen a una ambulancia

Alguien -¿Desayunaste?

Yo -Ip, a u qur ina (dándome cuenta que no estaba diciendo nada)

Alguien -¿Desayunaste?

Yo -Sí (esfuerzo sobrehumano, pensando en cómo Facundo Cabral grabó tanto pinche disco)



Momentos antes del desafortunado episodio anterior, me había puesto de pié y caminado aproximadamente 15 pasos hasta donde estaba mi jefe, seguro de mi mismo dije:

Poncho: (haciendo un gesto de dificultad, mucha gesticulación con las manos) eeel, lo que… me pedi… los fra..

Y fue el acabose, me di cuenta que se me andaban cociendo los changos de la azotea, que me se cayó un tornillo, que me faltaba cocimiento… Poncho reaccionó inmediatamente y se dio cuenta que yo andaba cambiándome de barrio. Yo pensaba en muchas cosas triviales, “Tal vez si me pongan un teclado en frente me pueda comunicar…,¿Y si quedo mongol?, Alejandra ya no se querría casar conmigo… ¡PENDEJO! Ya te casaste, ¿ora cómo va a hacer la pobrecilla para sobrevivir contigo en estado vegetal?, bonito bulto se vino a conseguir… ¡Ya sé! ¿Y si me ponen un teclado en frente para comunicarme?"

En la siguiente escena yo me estaba muriendo de frío y me llevaban directo al hospital, le dije a Poncho, “Espero que ese hotel no sea muy caro”, me metieron en una cama de urgencias y vinieron dos orates vestidos de blanco a ponerse a jugar con que si les podía seguir los dedos con los ojos y que si cuantos dedos tenían. Yo seguía pensando mil cosas y de repente lloré, lloré amargamente, lloré como lloran los bebés, y entendí por que lloran los bebés: Están tristes por que no les ponen un teclado para comunicarse. Lloré acordándome de Ale, de José, y claro, de toda mi familia, pensando en que ya nunca más volverían a entender lo que yo quisiera decirles, aunque fuera una mentada.

Doctor - Si te digo lo que te pasó no me vas a creer, fue un episodio de fiebre alta, ¿Te duele alguna muela? ¡Ahh con razón! Lo más seguro es que tengas una infección marca diablo y por eso te estabas cocinando…

Yo - No mame.



Siempre estuve románticamente interesado en los momentos que te roban el habla. Siempre, en todas las historias, esos son los momentos cumbre, los momentos que todos los protagonistas esperan, y sobre todo, los espectadores anhelan para poder reproducir en sus vidas. Pero yo, yo que estuve ahí, yo que sé lo que es quedarse sin habla, no sé que decir al respecto.

Nota: Esta historia, adornos más, adornos menos, sucedió en realidad. Habrá que esperar los resultados del laboratorio para alimentar el morbo colectivo y poder contarles en qué queda el cuentito.

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