jueves, 19 de marzo de 2009


Historia de las ventanas

C
aminos sinuosos, más bien, maniobras errantes del chofer del camión. Imágenes de casas, departamentos, habitaciones verdes, azules, rojas, algunas doradas, pero en todas ellas, una constante: al menos una ventana abierta. Te deja ver algún cuerpo desnudo, o en el peor de los casos, te deja verlo vestido. En una ocasión, en la casa de una amiga vieja que ha pasado a otra vida, pude ver por medio de una ventana sucia, que de tan sucia se veía y se pensaba café, una tela mosquitera polvorienta, con agujeros grandes y una brecha que, sin duda, era la que permitía meter la mano hasta alcanzar el picaporte, que (aún con menos duda) debía ser sucio y oxidado, la pelea entre un matrimonio jóven, un par de golpes de parte del abusón y escuchar muchos más gritos que golpes que corrían por cuenta de la abusada. "¡Abusada!, ¡abusada!" le gritaba yo, aprovechando estas rupturas dimensionales en la ventana, esperando que gracias a mis gritos tomara el valor de levantar su inútil pero amenazante brazo en contra de su inútil y amenazante marido. Pero el milagro no llegó, así que tuvo la muchacha que seguir viviendo entre gallinas, pollos, huevos y gallos, responsables éstos últimos de plumífera población citada.

También pude, en otra ocasión, observar un viejecito tumbado sobre su sofá, de algún material muy parecido al terciopelo, rojizo, o más bien cafesizo (no sé cómo se escribe o llama ése color, es como una mezcla del color que tienen las hojas de los árboles de la Estanzuela en Noviembre, aquellas hojas que para verlas, tenía que caminar algunos tortuosos cientos de metros, solo para verlas de paso mientras regresaba corriendo hacia donde me esperaban mis padres) con claras marcas de uso, de un casi eterno uso, un uso que sólo dá un cuerpo que sólo puede estar en él. El viejo tenía a su derecha mano una mesilla en la que destacaba la largura y bella forma de ella, una botella, que ostentaba orgullosa en su cuello el cintito negro con dorado que denotaba sus largos años de añejamiento y anejamiento a su marca, que la había sabido llevar hasta esa mesa, para que luego, el viejo supiera llevar su espirituoso contenido hasta el interior de su propio cuerpo. Lento, muy lento, mi amigo vaciaba un poco de whiskey en su vaso, no había rocas que lo diluyeran, cómo a él lo habían diluído el tiempo y las largas horas en su sofá cafeziso. Cada trago le parecía aliento de vida, y es que es a lo único que puede parecer un trago de licor cuando se es un viejo sentado en un sofá cafeziso. Esto lo ví también a través de su ventana.

De la misma manera pude ver, calles más adelante, una tienda, una tiendita pequeña, de ladrillos toda ella, su ventana no era como las demás, en ella había que investigar, había que torcer la vista y esforzar el cuerpo, estaba llena de cartones publicitarios, por lo que no es ni siquiera necesario decir lo difícil que era lograr filtrar la vista. Pero puesto que nada en mi relato es necesario, voy a contarlo. La ventana se ubicaba al lado derecho de la puerta, es decir, estaban pegadas, pero ella, la ventana, se encontraba sobre lo que se vislumbró, sin lugar a vacilaciones, como un florido jardín, lleno de verdes seres vivientes, inánimes tal vez, pero vivientes y muy verdes, con pequeños arbolitos que crecían al compás de la primavera y que alojarían eventualmente muchas aves, sin embargo, su propósito no fue cumplido y el jardincito se quedó en una pequeña y polvorienta llanura. En línea recta, bajando la mirada desde el centro de la ventana hasta la centimétrica llanura, se encontraba una piedra, que holgazaneaba restregando su superioridad volumétrica en la cara de cada uno de los granitos que componían aquella llanurita. Esta piedra, de apariencia de piedra hecha por el hombre, era la que servía de escalón a nuestros pequeños (en aquellos años) pies.La instrucción era clara, debía ponerse el pie derecho sobre la parte izquierda de la mitad inferior del área central de la piedra, a la vez que la mano izquierda se cruzaba con cuidado por detrás de la parte derecha de la primera barra del protector de la ventana, justo por encima de donde se encontraba el anuncio en cartón azul de los "Mamuts". La mano derecha debería permanecer libre, no solo para mantener el equilibrio, sino para poder empujar a los otros niños que también usaban de aquél sencillo método de observación; y es que la cosa no era para menos, la primera vista que ofrecía aquella ventana era la de las curvas de esos volcanes, lo pachoncito de ese bizcocho, lo redondo de esa dona, en fin, la plenitud y llenura de una bandeja de pan que era rellenada cada día.

Son tantas las historias que tengo que contar acerca de tantas ventanas... quisiera que cuando menos alguna fuera cierta.


Ricardo Rodríguez

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