sábado, 22 de noviembre de 2008


La última lágrima*

por José Vieyra Rodríguez

I

En aquél pueblo, contaban, que todo ser humano estaba condenado a llorar únicamente trescientas veces durante su vida. Aunque él no lo recuerda, sus primeras lágrimas fueron de simple molestia física: hambre, sueño, rozaduras, calor o frío. Con el paso del tiempo comenzó a llorar por otros motivos: orgullo, enfado o envidia, aquél bodoque de carne se convertía en humano.

Años transcurrieron antes de que llorara de tristeza, era un sentimiento diferente, conocedor ya de la cantidad de veces que tendría que llorar, pensó que éste era un verdadero motivo para hacerlo. ¿Quién contendría las lágrimas por la pérdida de su padre?, aun cuando éste nunca le haya enseñado a montar a caballo, a cazar con flechas, a pescar al alba o a pelear por el honor. Observó el cuerpo que estaba frente a él, inerte carne que envolvía al esqueleto, poco cabello sobre el cráneo y las uñas amarillentas eran lo que quedaba de su padre. ¿Acaso alguna vez fue más? Es lo que se preguntaba aferrado al cuerpo sin calor que reposaba en tablas cortadas por su hermano apenas unas horas antes.

Todos los habitantes del pueblo, tenían un riguroso registro de las veces que habían llorado cada uno de los niños, para que, una vez adultos, se les dieran la cuenta y así administraran de la mejor manera el llanto, puesto que no podrían llorar ni una sola vez más llegada la número trescientas.

Entrado en los quince años, ya había llorado ciento cincuenta y dos veces, de las cuales, diecisiete habían sido por ese sentimiento que descubrió la noche en que los pulmones de su padre dejaron de contener aire.

Un día, a los veintidós, con su esposa con la cual tenía un par de meses casado, recostados sobre el lecho hecho con hojas de palmera, la miró por varios minutos y experimentó una sensación extraña. Conocía al amor, había amado a sus padres, a sus amigos, al dios Jeshé, pero nunca había sentido aquello que lo comenzó a envolver desde los pies, corriendo por los tobillos, calentando sus rodillas, hormigueando la entrepierna, creando un hartazgo en su estómago, hinchando los pulmones y concentrándose en el corazón. Era tan fuerte que lo único que pudo hacer fue abrazar a aquella mujer que había tenido la fortuna -se decía- de conocer. Y así, tirado casi sobre el suelo apretó el cuerpo de su mujer y asido a él como lo hacen las patas de los pájaros a las ramas de los árboles en un día de vientos fuertes, lloró.

Fue un llanto suave pero abundante, sereno y prolongado. Llanto que él dudaba que alguien lo haya conocido antes. Grandes gotas se vertían de sus lagrimales, chispas saladas, agua de mar derramada por orificios corporales, ni siquiera el orgasmo de la noche anterior pudo semejarse a la sensación extrema de felicidad iracunda, perder algunos mililitros de su cuerpo por los ojos a cambio de la mayor paz experimentada en la totalidad de su vida. Por fin había descubierto por qué tan solo los hombres podrían llorar tres centenares de ocasiones, si por casualidad descubrían el sentimiento dado por este tipo de llanto, perderían toda motivación para llorar por otra razón, harían hasta lo imposible por contenerlo en las ocasiones que lo ameritaran, atesorarían las lágrimas como oro líquido, perderían la tristeza o el dolor, impedirían que los bebés lloraran para que así, pudieran hacerlo casi exclusivamente para la sensación de vida, así había decidido llamarla.

Desde esa noche, pasó veladas enteras fantaseando con lo que sucedería si alguien descubriese la sensación de vida. Había pensado que no dejarían llorar a los bebés, pero después rectificó, creyó que, por el contrario, los dejarían llorar, pues todos los adultos estarían ensimismados; deseosos de que llegara la sensación de vida, olvidarían sus demás labores, dejarían de cosechar, pescar o cazar, se volverían seres ególatras, tan egoístas que no quisieran nada más que llorar, encontrar la fórmula para hacerlo y disfrutarlo.

Hedonistas del llanto, matarían a quien hubiera terminado sus trescientas ocasiones, quizá no sería necesario que lo asesinaran cruelmente, la propia persona rogaría porque lo hicieran si es que no reunía el valor de suicidarse.

Los remedios milenarios que consisten en dosis pequeñas de veneno natural extraído de diversas plantas, serían utilizados para matarse, se ingerirían en elevadas cantidades. El sentido de la vida no existe sin la sensación de vida, se repetía con la luna como acompañante de sus pensamientos, mientras su mirada perdida reflejaba el cuerpo celeste que bañaba de luz la calma de un pueblo que teme llorar, pero podría desearlo frenéticamente si descubriesen su secreto.

Una noche de tantas, mientras añoraba la sensación de vida, se llenó de coraje, la rabia lo inundaba, tanta ira sintió por no poder controlar el llanto que comenzó a llorar, una lágrima que hizo todo por contener y que, sin embargo, se deslizó por su mejilla izquierda, era la ocasión ciento noventa y ocho.

Al día siguiente, decidió dejar de pensar en eso y concentrarse en su vida común, había descuidado a su mujer. Y así, por la noche, abrazado a ella, experimentó ahora esa extraña sensación, pero ahora fue la cabeza la que comenzó a sentir extraña, como si no fuese parte de él, desprendida y a la vez prendida de su cuerpo, el cuello impedía la elevación de su cabeza, los hombros como extranjeros de sus brazos, las manos como si estuvieran más pequeñas que de costumbre, su pectoral ardiendo y una vez más, lloró abrazado a su mujer.

Esta vez había entendido que lo que debería de hacer, es no buscar u obligar al momento, sino por el contrario, simplemente ser feliz y el llanto haría lo propio para llevarlo a la experimentación de goce más elevada posible. Así es como disfrutó sus subsecuentes treinta y dos llantos espaciados dentro de dos años siguientes.

Hasta que aquella mañana se levantó, miró al cuerpo de su esposa, no pasaron más de diez segundos, sabía que estaba muerta, nunca pudo averiguar la causa.

Debido a esto lloró tanto que perdió la cuenta. No sabía cuántas veces más podría derramar lágrimas, que, según contaban, eran las representantes de lo humano, lo inefable, una lágrima era una lágrima, no tenía otra definición, solamente se podía autodefinir.

II

Hoy se encuentra frente al vacío, toca su cuello para acariciarlo por última vez, mira todo su cuerpo, al menos lo que sus ojos le permiten ver, intenta no sentir, pero es imposible, hay tristeza por su mujer, pero la hay más porque sin ella no podría volver la sensación de vida, eso lo convierte en el ser ególatra que tanto dijo que serían los demás si la descubriesen, sin darse cuenta que su temor era convertirse en lo que ahora es.

Sus pies se acercan al final, pequeñas piedras ruedan estrepitosamente en el acantilado, -lánzate- se dice en voz alta.

El viento corre del norte, buenas cosechas habrá está temporada, -mal momento para elegir irse- también se dice.

Llega al final del camino, flexiona un poco sus rodillas para impulsar el salto, por fin se decide, salta hacia delante, sus ojos van cerrados, el viento lo lleva unos centímetros hacia la derecha, siente su ropaje pegado a su piel, no había sido consciente de ello hasta ese momento.

Por más que mantiene los ojos cerrados, ya en el vacío, cayendo libremente y sin saber la distancia que hay entre él y el suelo, una lágrima logra escapar de entre sus párpados, la siente salir volando, su cuerpo ahora pesa menos, no tiene la menor idea que esta es la ocasión trescientas, para él no hay más llanto.

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*Cuento presentado para el Certamen de Literatura Joven Universitaria 2008. Cuento y Poesía. UANL


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