lunes, 29 de junio de 2009

Cambio involuntario

C
orriste.


Pensaste que la longitud espacial te liberaría.

Fracasaste.

Y cuando te descubriste desde la lejanía en el mismo lugar, entendiste que eras tú quién veía alejarse al remedo de cuerpo que vociferaba yo en cada enunciación personal.

¿Acaso la culpa es física, porque no has podido seguirte el paso?



J.V.R.

jueves, 25 de junio de 2009

Pónganme un teclado.
Ricardo Rodríguez

Saber qué decir. Siempre ha sido una de mis habilidades innatas, vamos, que todos tenemos una. No quedarme callado, contestar siempre al final: un insulto ácido al protagonista de un concierto, una mentada de madre al árbitro en el medio tiempo (o antes del partido, según la necesidad), un “me gustas”, una estrofa de una canción cambiada al vuelo para que dijera lo que yo quería. Aunque a veces las palabras no alcanzaban para describir una emoción, hacía lo mejor que podía. Eso fue toda mi vida, eso fue completa mi vida, hasta ayer…

Era posiblemente la media mañana, sentado frente a mi computadora, trabajando, leyendo, pensando y trabajando un tanto de nuevo. Lo que leía tenía que ver directamente con mi trabajo, mi meta de la mañana era un pedacito de código que me andaba faltando (no voy a entrar en detalles sin importancia). De pronto, como si un peso hubiera caído en mi cabeza, las palabras se volvieron duras, durísimas, cómo si estuviera viendo textos en idiomas ancestrales. Jamás, jamás, en toda la vida de mi madre, me había costado tanto leer una palabra, jamás, desde que aprendí las vocales, una sola palabra me había dado tantas vueltas en la cabeza: La imaginaba, le buscaba sentido, reacomodaba sus letras, la reordenaba con otras palabras en mi cabeza, cuando ocurrió la verdadera tragedia. No tenía ninguna palabra en mi cabeza. Habían volado, a un dominio que escapaba de mi realidad, a un sitio a donde las podía ver, pero no las podía usar. Como tener un billete de quinientos morlacos y no poder gastarlos en lo que más te hiciera falta en ese momento. A mi la palabra que me hubiera gustado gastar en ese momento era “Auxilio”.

La noche mental me había llegado de un momento a otro y sin previo aviso se había llevado todas mis palabras, la muy puta solamente me dejó sílabas que se le cayeron mientras huía con todas mis palabras, un frío de perros me abrazó, y yo pienso que me abracé también a él, como si fuera lo único que me quedaba. Durante unos minutos así fue, estaba rodeado de gente que me hablaba, a quien yo entendía, pero a quienes no encontraba una manera, aunque fuera cavernícola de decirles algo, de pronto pensé en la música:



Yo -¿Y si ya nunca puedo tocar o cantar nada?

Alguien -¿Estás bien?

Yo -Puta madre, ni una pinche operita, ni un disquito, y para peor no he acabado el trabajo…

Alguien -Te vamos a tomar la presión

Otro -Llamen a una ambulancia

Alguien -¿Desayunaste?

Yo -Ip, a u qur ina (dándome cuenta que no estaba diciendo nada)

Alguien -¿Desayunaste?

Yo -Sí (esfuerzo sobrehumano, pensando en cómo Facundo Cabral grabó tanto pinche disco)



Momentos antes del desafortunado episodio anterior, me había puesto de pié y caminado aproximadamente 15 pasos hasta donde estaba mi jefe, seguro de mi mismo dije:

Poncho: (haciendo un gesto de dificultad, mucha gesticulación con las manos) eeel, lo que… me pedi… los fra..

Y fue el acabose, me di cuenta que se me andaban cociendo los changos de la azotea, que me se cayó un tornillo, que me faltaba cocimiento… Poncho reaccionó inmediatamente y se dio cuenta que yo andaba cambiándome de barrio. Yo pensaba en muchas cosas triviales, “Tal vez si me pongan un teclado en frente me pueda comunicar…,¿Y si quedo mongol?, Alejandra ya no se querría casar conmigo… ¡PENDEJO! Ya te casaste, ¿ora cómo va a hacer la pobrecilla para sobrevivir contigo en estado vegetal?, bonito bulto se vino a conseguir… ¡Ya sé! ¿Y si me ponen un teclado en frente para comunicarme?"

En la siguiente escena yo me estaba muriendo de frío y me llevaban directo al hospital, le dije a Poncho, “Espero que ese hotel no sea muy caro”, me metieron en una cama de urgencias y vinieron dos orates vestidos de blanco a ponerse a jugar con que si les podía seguir los dedos con los ojos y que si cuantos dedos tenían. Yo seguía pensando mil cosas y de repente lloré, lloré amargamente, lloré como lloran los bebés, y entendí por que lloran los bebés: Están tristes por que no les ponen un teclado para comunicarse. Lloré acordándome de Ale, de José, y claro, de toda mi familia, pensando en que ya nunca más volverían a entender lo que yo quisiera decirles, aunque fuera una mentada.

Doctor - Si te digo lo que te pasó no me vas a creer, fue un episodio de fiebre alta, ¿Te duele alguna muela? ¡Ahh con razón! Lo más seguro es que tengas una infección marca diablo y por eso te estabas cocinando…

Yo - No mame.



Siempre estuve románticamente interesado en los momentos que te roban el habla. Siempre, en todas las historias, esos son los momentos cumbre, los momentos que todos los protagonistas esperan, y sobre todo, los espectadores anhelan para poder reproducir en sus vidas. Pero yo, yo que estuve ahí, yo que sé lo que es quedarse sin habla, no sé que decir al respecto.

Nota: Esta historia, adornos más, adornos menos, sucedió en realidad. Habrá que esperar los resultados del laboratorio para alimentar el morbo colectivo y poder contarles en qué queda el cuentito.

jueves, 18 de junio de 2009


Bernardo Galindo


Esta historia me la contó un viejo hace años. He conocido muchos viejos que me han contado historias, pero éste, en particular, tenía ese aire que tienen solamente los viejos que cuentan historias verdaderas, por ello, la supongo y la sé como tal.

"Fue hace tantos años", me dijo con tácita y cansada voz, "Era un chamaco pequeño, más bien chiquito, enano, de esos gorditos que siempre ocupaban el primero o segundo lugar de la fila en la escuela. ¡Qué esperanzas! A mi me tocó escuela larga, tabamos todo el día áhi metidos, por eso yo nomás fui hasta el tercer año, había que llevar frijoles a la casa...", al decirlo, parecía viajar largos y tal vez preciosos años hasta encontrarse con el momento en el que su madre, que hacía muchos y tristes años había pasado de esta vida, martajaba los testales entre sus dos arrugadas y morenas, morenísimas manos; mientras humeaba un tanto el anafre que se ocupaba de calentar y herbir esos frijoles, el olor debería ser inconfundible, por que en el momento de la remembranza el buen viejo cerró sus ojos, echó su cabeza hacia atrás y aspiró profundamente, como si en él le fuera, o más bien, le viniera la vida entera.

"Lo vieras visto, ¡lo vieras conocido!, siempre conocer es mejor que ver, mi abuela, que en paz descanse, siempre me hablaba de La Bella Unión, y nunca la conocí, quedaba lejos, lejos de al tiro -Tenía una maquiladora donde trabajaban las hembras del pueblo, casi al centro, al ladito del palacio del munecipal, que queda en frente de la alameda, áhi mero onde queda el menumento a Zarazúa- pero nunca la conocí, por eso te digo mijo, conocer siempre es mejor que ver..."

El viejo hizo otra pausa, idéntica a las pausas que se hacen cuando silva la tetera, pero este viejo no pausaba por la tetera, sino pausaba por el recuerdo que le asaltó al recordar la Bella Unión, de donde se supone que vino un día Antonia, su abuela, a intentar una vida mejor. "Pero no creas, aquí solo encontró desgracia", me dijo, completamente desencajado. Tosió con sonido de perro viejo y continuó diciendo "Te digo que lo vieras conocido por que era un chamaco muy alegre, muy regalón. Se llamaba de pila Bernardo, y por apelativo llevaba el Galindo, común de su pueblo. El canijo no tenía pa un taco, pero nunca fue pobre. Para vivir, o medio vivir, Galindo, -por que ansí le decíamos- trabajaba en la zapatería del pueblo, mira, mijo, en aquellos años, nomás había una zapatería por pueblo, no como ora, que pa donde vaigas vas a ver munchas, y muy bonitas todas, grandotas y con vidrieras rete brillosas.

A Galindo no le importaba que no hubiera frijoles, el siempre sacaba fuerzas pa corretear, jugando a la pelota, nunca te decía que no cuando lo envitabas a ir a piscar mangos de la labor de Don Hernán, o a ir a poner flores a nuestros muertitos del pantión. Siempre, siempre mijo, respete a sus muertitos, ellos nos cuidan desde allá, nos vienen a ver cada 2 de muertos, y nos hablan siempre que pueden, pa ayudarnos, no como ora, que los muertos nomás se aparecen pa asustar a los chamacos. No, mijo, antes, los muertos no eran ansí, por que los vivos no eran como son los diora. Yuro por eso no me pudo la muerte de Galindito, bueno, no me pudo haberlo matado, por que ansí fue. La verdá yo siempre pensé que había sido accidente, pero a estos años a los huesos les da por ser honestos, siempre le tuve invidia, por que siempre era feliz, aunque pobre, pobre como la tierra de la Bella Unión, nunca lo vi quejarse, él vivía con su amá, no me vas a crer, mijo, vivían en un jacalito, que de tan jacal, no tenía paderes, nomás tenía unas láminas que hacían de techo, pero hasta áhi, bueno esa es harina diotro costal, no es bueno hablar de las carencias de los muertos, nuestros muertitos, ya cuando están allá, son todos buenos, todos.

Pero te digo que yo le tenía una invidia, y esas son las cosas que hay que tener en el corazón pa que valga una buena arrepentida en la iglesia del Padre Manuel, ahí no vale de nada ir a hacerse el bueno, ahí uno tiene que ir porque uno es malo, si no pa qué quiere uno a Diosito.

Yo le tenía invidia, y voy que el sabía, pero de tan bueno quera no le importó. Pero acuerdate mijo, siempre, que la confianza mata al hombre y embaraza a la mujer. Ése día, perdóname que lo miente mijo, ese diablo de día, el mismito se me metió. Lotro día el padre Manolo, que ansí le decíanos de cariño, nos platicó el cuento de Caín y Abel, y ansinita me sentí. Nos fuimos a la carretera, a recoger latas de iluminio, de esas onde venía la comida, no como ora, que todo viene en latas de cartón, el cartón es malo mijo, y agradece que te lo diga: Si quieres vivir munchos años, no comas nada que siaga de cartón, el cartón sale de los árboles, y los árboles salen de nuestros muertitos, y a nuestros muertitos no hay que comérselos. Pa no hacerte el cuento largo, lo aventé al paso de un regimiento de federales que iba detrás de unos pelones que se habían emboscado en el cerro de la Pitaya. Como iban en su asunto, ni voltiaron a ver como dejaron a Galindito. Te lo digo mijo, nomás pa que sepas lo que es bueno y lo que es malo. Yo no podía vivir sin Galindito, y sigo sin poder vivir sin él. Cuando lo maté sentí cómo se me rompía todo aquí adentro, como se me iba el cuerpo, por que yo era la misma ánima de Galindo, yo soy la misma ánima que se le salió del cuerpo ese domingo... El pueblo me lloró muncho, reteharto, por que te digo que era un chama..."

De repente el viejo desapareció, el ruido de una mujer que pasaba lo había asustado. Me dijo después una señora que era lo que nosotros llamaríamos "la bruja del pueblo" que a mi se me había mostrado por dos motivos: Uno era por ser aquél día 2 de muertos y el otro por ser yo Antonio Galindo, por querer que le dijera a mi abuela Bernarda Loza viuda de Galindo, que lo perdonara por haberla dejado sola. No tuve tiempo de decirle que la Abuela Bernarda del dolor que le causó la muerte de Bernardito, se dio a la ardua tarea de procrear 8 hijos más, no tuve tiempo de decirle que si el no se hubiera matado, Bernarda hubiera muerto sola.


Ricardo Rodríguez

domingo, 7 de junio de 2009

La maldición de la autoestima;
si es baja, malo, si es alta… ¡también!


José Vieyra Rodríguez


“Tener que estar refiriéndose permanentemente a uno mismo
es una degradación de la existencia.
La existencia no se tiene que autoestimar,
tiene que juzgarse a través de si ha podido o no hacerse con su proyecto.
Y tiene que pagar un precio por ese proyecto,
tiene que ser capaz de sufrir, de saber perder”
Jorge Alemán

Ante la pregunta de la etiología y tratamiento de los múltiples problemas individuales, que a su vez son sociales, gran parte de la psicología ha adoptado una posición cómoda y resolutiva: la autoestima. Basta encender el televisor y observar las respuestas de los psicólogos cuando se les cuestiona sobre algún tema, es común escuchar las siguientes opiniones:

El origen de la agresión en parejas (etiquetada comúnmente como “violencia familiar”), es porque el marido pega por una falta de autoestima y seguridad en sí mismo que se ve claramente al tener que ejercer su poder golpeando a su mujer, a su vez, la mujer se deja golpear porque también tiene una falta de autoestima y no se quiere lo suficiente, no se valora y cree merecer la golpiza; si un niño es agresivo en la escuela (llamado por la psicología con el anglicismo bullying) es porque seguramente tiene problemas de autoestima y tiene que confirmarse insultando o pegando a los demás, también quien es el agredido, no tiene seguridad en sí mismo y se deja pegar porque básicamente tiene una baja autoestima; los trastornos de alimentación (anorexia, bulimia) son una clara muestra de una bajísima autoestima en quien los padece, pues no se acepta como es y quiere ser diferente, bastaría con que tuviera una autoestima alta para querer a la imagen (aun fea) que le devuelve el espejo; las adicciones, desde el alcoholismo hasta la farmacodependencia, son problemas relacionados con una baja autoestima, no se quiere el adicto y por eso se autodestruye; las depresiones son también problemas de autoestima, no se puede querer la propia persona por lo que es y por eso entra en depresión, no importa cual sea el motivo de la depresión si tan sólo pudiera darse cuenta el “enfermo” de lo valioso que es, el problema es que tiene una baja autoestima. La lista anterior puede incrementarse casi desmesuradamente y la respuesta variará muy poco. Cabe señalar que una autoestima baja puede deberse y arrastrarse desde un trauma infantil.

Una vez identificada la etiología de los “problemas psicológicos”, es necesario acudir a terapia para que el psicólogo los arrope y comience a demostrarles a los pacientes las magníficas personas que son. Así, se orientará la terapia a eliminar los pensamientos incongruentes, la lógica errónea del paciente y cualquier idea que no sea positiva, la finalidad es que el paciente obtenga una autoestima buena (pues la baja es mala, no importa en base a qué se hace este juicio de valor) y así sea una persona feliz.

Por supuesto, no se debe sobrepasar los límites de una autoestima buena, es decir, no tener una autoestima alta o al menos demasiado. No debe tenerse una gigantesca autoestima porque entonces podrían darse problemas, por ejemplo, para empatizar con los demás, por lo que no se debe querer uno demasiado y menospreciar a los iguales, pues esto es también un signo de una desnivelación de la autoestima adecuada.

La autoestima buena (alta, ¡pero no mucho, eh!) se manifiesta cuando la persona se quiere a sí misma, además de tener la posibilidad y habilidad de querer también a los demás.

¿Cómo se pasa del sentimiento y valoración propia al de los demás con un mismo concepto? No importa, la autoestima lo abarca todo, aun cuando tenga el prefijo auto- que significa “de o por sí mismo”, y que por lo tanto autoestima signifique “estima propia”. ¿Cómo saber si la autoestima es poca o es demasiada, y por lo tanto también está mal? Pues no puede saberse a ciencia cierta, se podrá conocer la autoestima tan sólo por las manifestaciones conductuales (pues al final son las únicas posibles de objetivar). ¿Entonces no se tiene la menor idea real de un nivel de autoestima, pues no se tiene un autoestimómetro? Claro que no, se supone que hay autoestima baja si la persona tiene un problema, y es adecuada cuando es feliz y socialmente funcional.

Los absurdos anteriores quizá tengan algunos huecos por la propia sátira que contienen, pero la realidad no dista demasiado de aquí. Esta clase de explicaciones se han aceptado socialmente, y más si provienen de la boca de un especialista de la “salud mental” como lo es el psicólogo.

Evidentemente no toda la psicología habla de autoestima para explicar todos los casos anteriores. La psicología dinámica o profunda, que tiene su base en el psicoanálisis, intenta dar explicaciones diferentes. Incluso el mismo psicoanálisis aborda las mismas problemáticas desde otros puntos de vista, pero dicho sea de paso, es también muy común escuchar a estos psicólogos o psicoanalistas diciendo que no tienen una respuesta directa del origen del problema o la solución, pues “habría que revisar al caso en particular para dar una respuesta”, por lo que en términos prácticos resulta igual de ineficiente que la primera.

No obstante, el psicoanálisis, aun con su particularización excesiva, puede dar respuestas más certeras y menos cómodas. No significa que las respuestas fáciles, comunes y placenteras sean siempre erróneas, pero es altamente cuestionable que para múltiples problemas y casos la solución siempre sea la misma, es decir, una inmensa cantidad de preguntas y una sola respuesta.

El objetivo de este escrito no es exponer los abordajes, las respuestas y soluciones que propone el psicoanálisis para todos los problemas antedichos, sin embargo, cabe señalar que el psicoanálisis puede responder desde su teoría con una aproximación general y después entender el caso en particular, es decir, es posible de revelar al menos algunos aspectos a considerar ante los casos antes de ser resueltos de manera abrumadora y aplastante por la palabra autoestima, que ha venido a ser el problema y solución en la psicología.